El Humo y la Sombra: El Tabaco ante el Santo Oficio
Cuando el tabaco cruzó el océano y entró en la vieja
Europa, no solo trajo consigo su aroma áspero y su embrujo exótico: también
encendió una guerra silenciosa entre la costumbre naciente y el miedo
ancestral. Era el siglo XVI, y mientras los galeones descargaban hojas secas
que los indígenas habían venerado durante siglos, el Santo Oficio fruncía el
ceño ante aquel humo que serpenteaba como un presagio. Para muchos
inquisidores, aquello no era una simple costumbre americana: era un desafío
espiritual, un soplo extraño que escapaba de la boca humana igual que el
aliento de los antiguos ídolos.
Hubo quien aseguró que fumar era una puerta
entreabierta al demonio, un acto que confundía la mente y la voluntad. Y en los
claustros más severos se debatía si aquel hábito podía corromper almas con la
misma facilidad con la que impregnaba capas y sotanas. Algunos sacerdotes
tomaban rapé antes del sermón y estornudaban con tal estruendo que parecían
expulsar al maligno en cada sacudida. Otros defendían que el humo purificaba,
que alejaba malos espíritus, que era casi un ritual de defensa. El Santo
Oficio, prudente pero desconfiado, observaba.
El tabaco se infiltró en la sociedad como un espectro
inevitable. Los inquisidores podían vigilar doctrinas, prohibir libros, castigar
supersticiones… pero no podían contener aquella nube obstinada que se colaba en
tabernas, salones y hasta sacristías. Ni siquiera las amenazas papales de
excomunión por fumar dentro de los templos lograron frenar del todo la nueva
pasión.
Al final, el tabaco venció. No por fuerza, sino por
persistencia. El Santo Oficio continuó su labor durante siglos, pero aquel
humilde rollo de hojas secas demostró que, a veces, la mayor rebeldía no nace
de la espada ni de la palabra prohibida… sino de un simple soplo de humo
desafiando a la autoridad más temida de la cristiandad.

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