La Última Huida de la Sombra Negra
Cuando el Tercer
Reich se derrumbaba como un castillo de arena golpeado por el mar, y Berlín
ardía entre ruinas y ecos de artillería, uno de los hombres más temidos de
Europa vagaba disfrazado de soldado raso. Heinrich Himmler, arquitecto de las
SS, señor de los campos y ejecutor de la maquinaria más siniestra del régimen,
se había convertido de pronto en una sombra asustada, escondida tras unas gafas
redondas y un uniforme ajado que apenas podía ocultar la culpa que arrastraba.
Mientras miles de
civiles buscaban salvar la vida, él buscaba salvar su pellejo. Había sido el
amo del terror, el hombre que movía ejércitos de muerte como si fueran peones
en un tablero. Sin embargo, en mayo de 1945, caminaba por Alemania como un
fugitivo más, con el miedo clavado en las entrañas. No luchaba por ideales, no
defendía el Reich: solo trataba de engañar al destino que él mismo había
forjado para tantos otros.
Capturado por una
patrulla británica, intentó mantener la mascarada, pero su nombre —ese nombre
que había sembrado pánico— terminó saliendo a la luz. Lo llevaron a una sala
para interrogarlo. Allí, rodeado de enemigos que no necesitaban alzar la voz
para dominar la escena, Himmler comprendió que el juicio final había llegado. Y
entonces, en un gesto tan rápido como desesperado, mordió la cápsula de cianuro
que llevaba escondida en la boca como una última carta marcada.
La muerte lo
alcanzó en segundos. Ni interrogatorio, ni confesiones, ni rendición. Tan solo
un final abrupto, casi indigno, para el hombre que se creyó dueño de Europa. En
aquel cuarto silencioso, Himmler no encontró gloria, ni honor, ni heroísmo:
solo la huida final de un cobarde. Porque hasta los tiranos más brutales
tiemblan cuando el mundo les exige cuentas, y él, que había dictado miles de
destinos, no tuvo el valor de afrontar el suyo.

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