El retiro de un emperador

 


En el corazón de la Vera extremeña, entre bosques húmedos y el eco de los rezos, el hombre más poderoso del mundo decidió esconderse del ruido de la historia. Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y rey de España, el monarca ante quien se inclinaban príncipes y papas, eligió morir en silencio, no entre tronos, sino entre muros de piedra y olor a incienso. Aquella retirada a Yuste no fue una huida, sino una rendición ante lo único que jamás pudo gobernar: el tiempo.

Cansado de guerras, traiciones y dolores de cuerpo, el emperador abdicó con la solemnidad de quien ha visto arder medio mundo. Cedió la corona de España a su hijo Felipe y la del Imperio a su hermano Fernando. “Mi reino ya no está en la tierra”, susurró. Así, el dueño de un imperio donde no se ponía el sol se retiró a un rincón donde apenas entraba la luz.

En el monasterio de Yuste, su vida se redujo a un puñado de relojes, un misal, y el rumor constante de los monjes. El hombre que había marchado sobre Roma y conquistado Flandes ahora medía sus días por el tañido de las campanas. Decían que, mientras rezaba, observaba cómo el sol se movía sobre el claustro, y murmuraba que el tiempo era el enemigo más cruel de todos.

Aun así, su espíritu imperial nunca lo abandonó del todo. Mandó colgar tapices de Bruselas, ordenó su comida con protocolo de corte y se hacía leer informes del mundo que había gobernado. Pero su cuerpo se rendía: la gota lo devoraba, el cansancio lo doblaba, y la gloria, como una vieja amante, lo había dejado solo.

En una escena casi mística, Carlos organizó su propio funeral. Mandó construir un ataúd y asistió a la misa con vela en mano, rezando por su alma aún viva. Aquel día, el emperador enterró al hombre que fue. Poco después, murió en la paz de Yuste, como un monje más, mientras las campanas repicaban sobre el valle.

El conquistador del mundo había comprendido al fin que ni la espada, ni la cruz, ni la corona podían vencer al tiempo. Sólo el silencio lo recibió como igual.


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