El mito de la reina que nunca se bañaba
Entre los muchos relatos que envuelven a Isabel la Católica,
hay uno que ha sobrevivido a los siglos con la fuerza de una leyenda negra: la
idea de que la gran reina de Castilla solo se bañó dos veces en su vida. Una
acusación tan absurda como intencionada, nacida de la pluma de enemigos que
quisieron empañar la figura de una de las soberanas más influyentes de la
historia.
La realidad, sin embargo, es mucho más compleja y
revela la colisión entre mentalidades medievales y modernas. En la Europa del
siglo XV, el baño completo era visto con desconfianza. Los médicos advertían
que abrir los poros con agua caliente debilitaba el cuerpo y dejaba la carne
“expuesta” a las enfermedades. Además, la religiosidad de la época vinculaba el
exceso de cuidados físicos con la vanidad y la corrupción del alma. En ese
mundo, los perfumes, los paños húmedos y los lavados parciales eran la norma;
sumergirse en una bañera era, casi, un acto exótico.
Isabel, educada en la sobriedad y la disciplina, no
fue una excepción. Su corte practicaba una higiene acorde a las costumbres
médicas y religiosas del tiempo, pero nunca se abandonó a la suciedad. Los
cronistas que la conocieron de cerca describen una mujer pulcra, amante del
orden, preocupada por la salud y por la dignidad que debía transmitir como
reina.
El mito del “baño escaso” fue un arma política.
Propagado por detractores, buscaba ridiculizar a la soberana que desafió a
media Europa, conquistó Granada y abrió las puertas del Nuevo Mundo. Era más
fácil pintar a Isabel como una fanática sucia que reconocer su genio político y
su fuerza de carácter.
Así, la historia convirtió una costumbre común en una
caricatura. Y sin embargo, lo paradójico es que esta misma anécdota contribuyó
a agrandar la leyenda. Porque Isabel no necesitó bañarse en aguas termales para
ser inmortal: lo hizo en el caudal de la historia, donde su nombre sigue
brillando, limpio de polvo y tiempo, cinco siglos después.

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