El privilegio de pudrirse bajo el altar: la obsesión medieval por enterrarse en las iglesias

 


En la Edad Media, el lugar de tu descanso eterno decía tanto de ti como tus acciones en vida. Morir no era el final, era el inicio de una nueva carrera espiritual… y como en vida, las mejores plazas estaban reservadas para los poderosos.

Los más afortunados –reyes, nobles, obispos, mecenas– no se enterraban fuera, en el cementerio común, sino dentro de la iglesia, lo más cerca posible del altar. ¿El motivo? Cuanto más cerca del sagrario, más cerca de Dios. Se creía que el alma recibía las bendiciones de cada misa celebrada sobre su tumba. Algunos incluso dejaban dinero estipulado para que se oficiaran misas perpetuas en su memoria. Un "pase VIP" al más allá.

Los templos se convirtieron en auténticos cementerios interiores. Suelos de piedra bajo los que reposaban generaciones de muertos ilustres. Con los años, el hedor de la descomposición se volvió insoportable. Iglesias llenas de vapores nauseabundos, fieles desmayados, monjes obligados a taparse la nariz… pero nadie se atrevía a cuestionar la costumbre. Era un símbolo de prestigio, y el prestigio olía a muerte.

Algunas iglesias llegaron a tener decenas de cuerpos apilados bajo las losas, sin apenas separación. Había tal saturación que, en ciertos casos, se retiraban los huesos de los antiguos para hacer sitio a los nuevos, guardándolos en osarios comunes.

No fue hasta el siglo XVIII cuando se prohibieron estos enterramientos dentro de los templos, en gran parte por razones sanitarias. Pero durante siglos, reposar bajo el altar fue el mayor honor funerario posible, aunque ello convirtiera a las casas de Dios en auténticas catacumbas sobre suelo santo.

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