Katyn: el susurro de los árboles que nunca olvidaron
En la primavera de 1940, el bosque de Katyn, al oeste
de Smolensk, dejó de ser solo un paisaje de abedules y niebla para convertirse
en un cementerio silencioso y brutal. Allí, bajo la tierra húmeda y los ecos
del viento, la Unión Soviética ejecutó a más de 22.000 oficiales polacos, no
con bombas ni cañones, sino con la fría eficacia de un tiro en la nuca. Uno por
uno. Sin juicio, sin piedad.
No eran soldados cualquiera. Eran médicos, abogados,
ingenieros, sacerdotes, profesores. Eran la élite de un país que acababa de ser
partido en dos por Hitler y Stalin. El objetivo era claro: aniquilar el alma
intelectual y militar de Polonia, para que jamás pudiera levantarse contra
el yugo soviético.
La verdad fue enterrada junto a los cuerpos, y durante
medio siglo, Moscú culpó a los nazis. Incluso en Núremberg, donde los
vencedores escribían la historia, se deslizó la mentira. El silencio fue
cómplice. Las viudas esperaron. Los hijos crecieron sin respuestas. Polonia
lloró en voz baja.
Pero la tierra tiene memoria. En 1943, los nazis
descubrieron las fosas y lo usaron como propaganda. Nadie les creyó. La verdad,
irónicamente, tuvo que esperar al derrumbe del comunismo. Fue en 1990 cuando la
URSS, ya herida de muerte, confesó lo inconfesable: Stalin lo había
ordenado.
Y como si el destino no hubiera tenido suficiente
crueldad, en 2010, el presidente polaco Lech Kaczyński voló hacia Katyn para
honrar a los caídos. Su avión se estrelló cerca del bosque. Murieron 96
personas. Otra élite. Otra tragedia.
Hoy, Katyn no es solo un crimen. Es un símbolo. Es el
susurro de un bosque que aún habla por los muertos. Es la herida abierta de un
pueblo que jamás olvidó, y la advertencia de que la historia, si se calla,
siempre vuelve.
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